La televisión pública es, en teoría, la televisión de todos. La que pagamos
con parte de los impuestos, la que se analiza con lupa para intentar que
represente a todo el pueblo y la que tiene como misión ofrecer contenidos de
calidad. Ya que se paga con el dinero de
la gente, no de la empresa privada, es lógico que se quiera asegurar que el
dinero está ben invertido y utilizado.
Los videos porno en la
televisión de todos
Claro que el pueblo es muy diverso, no hay que hacer nada para darse
cuenta, y cada uno tiene sus gustos. Entonces, ¿la televisión pública debería ser un
medio en el que tengan cabida contenidos para todos los gustos? ¿Se
imagina alguien que a determinadas horas se puedan ver contenidos xxx, es decir
porno, en el primer canal nacional de cualquier país?
Nos parece una aberración, ni siquiera se le ocurriría a un amante del cine
adulto, a un consumidor diario de este tipo de contenido, pero no porque no le
guste la idea, sino porque no estamos acostumbrados a ello y cualquiera se
sorprendería al saber que una emisora pública da acceso a porno gratis.
En el fondo es un pensamiento hipócrita: ¿por qué no? ¿Por qué pueden emitirse programas que gustan a solo una parte de los
espectadores, haciendo que el resto cambie de canal, pero siempre dentro de
unos géneros y unos estándares? ¿Por qué no dedicar una franja horaria, por
pequeña que sea, y aunque se trate solamente de una vez a la semana, al sexo
explícito en televisión?
La respuesta es rápida, aunque debatible: porque no. “¿En la televisión que
pagamos todos? ¿Y si los menores de edad se encuentran con uno de estos
programas? Ni hablar”. La solución a esta polémica, que no se da con otros
contenidos que pueden ofender a pequeños y mayores, como son la violencia
física y psicológica o la pésima calidad de muchos contenidos, es más fácil de
lo que parece: aparentemente poca gente tiene problemas con que canales
privados de ámbito local o estatal emitan vídeos porno, por lo que se debería
aplicar el mismo criterio a la televisión pública. Se trata, simplemente, de aplicar las restricciones que se aplican a
los canales privados y que se basan en regulaciones que nacen del sentido común.
¿Acaso no lo tiene igual de fácil, un menor de edad o un cristiano devoto,
para presionar un botón u otro en el mando del televisor? ¿No huimos todos de
los programas que no nos gustan o de los contenidos que nos ofenden, tan fácil
como no ponernos a verlos? ¿Tan mal quedaría, en una televisión pública, una
advertencia visual y sonora a altas horas de la madrugada de un sábado para
evitar que nadie tuviera que pasar por la -al parecer- traumática experiencia
de ver un coito entre dos actores?
La cuestión es que la excusa
de que hay que proteger a determinados sectores del público de esas imágenes no
sirve, puesto que es tan fácil como cambiar de canal e irse a la privada. Lo que se va a ver es lo mismo, solo que
la audiencia se va a otra parte. Y cuanto más se intenta esconder algo, cuanto
más se margina y se estigmatiza, más interés provoca. La normalización acabaría
con estas cosas.
No puede ser tan difícil, aunque si algún día se llega a un nivel de
madurez intelectual y tolerancia como para considerar este tipo de contenidos a
las 2 de la madrugada en un canal de financiación pública habrá que ver si se
establecen categorías dentro de los contenidos pornográficos en la televisión
pública, porque si entramos en los
videos porno gay va a ser presumiblemente más difícil, con lo que ha
costado –y de hecho está costando- la aceptación de la homosexualidad en la
sociedad como algo normal. Que somos todos muy modernos y no tenemos nada en
contra de los gays, encima tenemos un amigo que lo es, pero de ahí a ver vídeos
explícitos de penetración entre hombres hay un trecho, ¿verdad?